26 febrero 2006

Hoy yo te invoco, laurel

Cuando el laurel que mi madre plantó en las tierras sujetas a la jurisdicción de mi padre, en aquel lugar tan cuidadosamente escogido, tal vez ninguno de nosotros vaticinó que se haría tan grande y viviría tantos años. Actualmente está ahí, emergiendo todo entero desde el ras de la tierra, echando vástagos en todo su entorno y aún en el centro. Libre de poda, ha crecido con la belleza espontánea de su especie. Amparado del fuerte sol de la tarde por la sombra de la alameda que cubre sus espaldas, recibe sus rayos desde la aurora. Increíblemente, desde ese sitio, absorbe las primeras luces del alba tanto en invierno como en verano. Dicen que en el amanecer la energía solar es mayor que en los demás momentos del día, aunque no se sabe de dónde proviene, sólo que debió suministrarse de alguna parte.
Como el poeta, yo te invoco hoy, laurel de mi suelo, laurel de mi casa. Crecí como testigo de tu evolución, te vi caer bajo el peso grisáceo de la tierra árida que se acumulaba en tus hojas y flores durante los meses de sequía, reverdecer con el agua asperjada por las tormentas de los veranos, embeber tus hojas resecas con las gotas del rocío, irguiéndote año tras año como signo de la fuerza primordial con que la vida se abre paso desde el fondo de mi corazón.
Hoy invoco tu silencio y tu sabiduría, tu persistencia y coraje, tu solemnidad ante los que mueren en invierno o los que caen en el otoño de sus vidas. Si ya sabes que es inútil el llorar del poeta también sabrás que el manantial de la existencia suele cambiar sus aguas dulces en amargas vertientes de saladas lágrimas; ambas, aunque inútiles, son irremediables.
Por eso ahora invoco la energía misteriosa que te dejaron las auroras. Sólo podré seguir viviendo si me atraes hasta tu centro, donde has acumulado los amaneceres y los ocasos, y me hundes junto a tus raíces hasta la sagrada matriz de la tierra. Tal vez desde allí pueda renacer antes que se extinga mi último destello, antes que mi última chispa se apague.