28 febrero 2006

La luna y yo


La luna siempre ejerció sobre mí un fuerte atractivo. Si era en invierno, sentía que su color plateado cubría como la escarcha todo el campo, la ciudad, los techos, entraba por las chimeneas y los vidrios de las ventanas y, entonces, me envolvía en las mantas de mi cama y me quedaba quieta, quieta, para entrar en calor sin que la luz de la luna pudiera enfriarme hasta el corazón. Si era verano, en cambio, sentia que me llevaba consigo, hasta lo alto del cielo, y dejaba suspendida a su lado, observando la tierra bajo su tono de plata brillante, esplendorosa, casi diría fosforescente.
No había mayor placer para mí que esperar la salida de la luna en las tardes de verano. En el campo, cerca de la piscina sus brillos titilantes opacaban las estrellas y se reflejaban y multiplicaban marcando en torno a sí un amplio círculo blanco y radiante. En la ciudad, solía poner una reposera en el jardín y seguir su recorrido hasta que desaparecía tras los techos vecinos o, cuando me fui a vivir a un edificio, tendía en el balcón una lona o una pequeña alfombra y ahí me quedaba, mirándola descender desde el centro del cielo -el cenit- hasta que se ponía detrás de las montañas. Sentirme bañada por su luz ejercía sobre mí un profundo efecto purificador y energizante, sin contar que me sentía transpuesta a otra dimensión, donde los astros habitan, fuera del tiempo, de la luz y la oscuridad, en un ciclo perfecto, sin fallas, sin pérdidas pero pleno de renuevos y de una belleza que se recrea sin cesar. Entonces, me iba a la cama y dormía durante las pocas horas que le restaban a la noche.
En esta ciudad en la que ahora vivo, en cambio, estuve mucho tiempo sin ver la luna. Sentía su ausencia, la falta de su compañía, de su luz, de su purificación y de su poder regenerador. Recuerdo que una amiga solía llamarme por teléfono y me decía: salí a la calle y mirá la luna!!!! No sabés qué luna hay esta noche!!!!
Muchas veces, aún en invierno, en mi ciudad, en mi casa, me despertaba sorpresivamente y sentía un impulso muy fuerte de ir al piso superior. Corría las cortinas del inmenso ventanal y me inundaba el resplandor lunar, blanco y brillante. Me quedaba ahí, quieta, y oraba, pedía que ese llamado no fuera en vano y que todo mi ser sintiera la honda renovación que procedía de ese esplendor del universo.
Ahora tengo una ventana por la que suelo verla pasar. Quisiera irme tras ella, prendida de su estela, sumergida en su poderoso brillo... Es muy poco el tiempo durante el que puedo verla, y es pequeño el espacio del cielo que se perfila detrás del hueco. La saludo, la admiro, la celebro, y le ruego que no me olvide, que siempre necesito de su fulgor.
Tal vez, algún día, Dios me otorgue el favor de poder volver a encontrarme con la luna en esos momentos de plenitud y de gracia.