03 marzo 2006

La inevitable soledad


A decir verdad, nunca formó parte de mi imaginario, estar sola. Sufrí la soledad durante la adolescencia, pero creí que todo había pasado unos años más tarde. Sin embargo, ocurrió. Los que amé hasta ahora, y todos los que me amaron, han volteado su rostro. Pienso que mirarme les resulta doloroso, una fatiga que no están dispuestos a padecer. La comodidad domina los impulsos más nobles y los torna en desasosiego, apremios que no están dispuestos a soportar quienes persisten en vivir la era indolora. Indolora e incolora. Sin sabor, sin colores, sin perfumes, el dolor es igual que la vida, nada lo diferencia de ella.
Más, me resulta imposible renunciar a la vida, mucho menos a la felicidad. La soledad suele ser una interface, un tiempo intermedio entre dos etapas, el reposo del viajero que ha emprendido un arduo viaje y no quiere detenerse; sólo alguna dificultad puede vencer su persistencia y obligarlo a hacer un alto en el camino. Tiempo de reposo, de encuentro consigo mismo. La vida se suspende, como se detiene la respiración al sumergirnos en el mar cristalino del descanso veraniego.
La soledad es sólo una tregua, un descanso. Un espacio que se abre para hallar-nos, re-encontrarnos con nosotros mismos. Ya no sufro la soledad, me ahondo en ella, me reconstruyo y espero... mejor dicho, me quedo así, sin esperar nada ni a nadie. La vida reclama un espacio y un tiempo -no cronológico sino vital- para detenerse y -como los escaladores- retomar fuerzas para continuar ganando altura. Campamento en el que se espera la aurora de un nuevo día para proseguir hacia la cumbre. Escaladas y escalas, trepada y reposo, laderas escarpadas y apacible acampada. Así voy subiendo, soy montañesa al fin y al cabo, día a día, me dejo detener por la borrasca, recomienzo después de cada tormenta, espero el sol que se enciende en el horizonte del día después para desmontar el campamento y continuar trepando, aferrada a cada saliente de la ladera.
A lo lejos, veo que aquellas águilas que me han acompañado, también se detienen y esperan. Aguardan pacientemente para retomar su vuelo. Quien desea compartir el destino de las águilas no sabe de soledades, sólo de esperas.