28 febrero 2006

La pequeña encina


Cuando tenía tres años, nos mudamos de casa, más aún, nos mudamos de territorio. Fuimos a vivir a un lugar diferente: al pie de las montañas, en una llanura de verdes pastos que se abría paso entre los senderos bordeados de tamarindos y plantaciones de olivo.
El olivar que estaba detrás de mi casa era un país mágico. Mi abuela me había contado tantas historias de príncipes y princesas árabes, tesoros ocultos, sedas y oros, diademas, aros y gargantillas que yo creía que si atravesaba la calle y me internaba entre las plantas de olivo, era posible que emergiera un genio maravilloso para llevarme hasta el norte del África o, tal vez, a la orilla opuesta del Mediterráneo, entre los palacios de Sevilla y Granada.
Los ojos grises de mi abuela podían espejar cualquier clase de aventura. Y yo, en mi espantoso desamparo, podía navegar en ellos hasta las tierras mágicas de las que me hablaba.
Recuerdo la calle anchurosa, con aquella inmensas plantas o árboles que llamábamos "arabias". Cuando florecían, su olor era tan penetrante que podía llegar hasta nosotros con el aire del atardecer a través de los 800 metros que las separaban de mi casa. "Hay gente que dice que el olor de las flores de las arabias le produce dolor de cabeza" decía mi abuela; "pero, peor todavía, otros dicen que los ha enloquecido"; es un aroma tan raro que no me resulta extraño que pueda enloquecer a algunas personas propensas a esos estímulos cerebrales ajenos a la normalidad.
La mudanza me había conmocionado hondamente. Mi abuela no soltaba mi mano, sabiendo que me sentía muy perturbada. Ella, poco a poco, fue llevándome por ese territorio de olivares y arabias, de tamarindos y senderos viboreantes que se perdían entre los viejos algorrobos y las encinas, los últimos árboles que habían quedado después de la gran tala para la producción del carbón vegetal.
"El Encinar" fue mi segundo país, en el que hallé mis mejores aliados. Y mi mayor infortunio.


La luna y yo


La luna siempre ejerció sobre mí un fuerte atractivo. Si era en invierno, sentía que su color plateado cubría como la escarcha todo el campo, la ciudad, los techos, entraba por las chimeneas y los vidrios de las ventanas y, entonces, me envolvía en las mantas de mi cama y me quedaba quieta, quieta, para entrar en calor sin que la luz de la luna pudiera enfriarme hasta el corazón. Si era verano, en cambio, sentia que me llevaba consigo, hasta lo alto del cielo, y dejaba suspendida a su lado, observando la tierra bajo su tono de plata brillante, esplendorosa, casi diría fosforescente.
No había mayor placer para mí que esperar la salida de la luna en las tardes de verano. En el campo, cerca de la piscina sus brillos titilantes opacaban las estrellas y se reflejaban y multiplicaban marcando en torno a sí un amplio círculo blanco y radiante. En la ciudad, solía poner una reposera en el jardín y seguir su recorrido hasta que desaparecía tras los techos vecinos o, cuando me fui a vivir a un edificio, tendía en el balcón una lona o una pequeña alfombra y ahí me quedaba, mirándola descender desde el centro del cielo -el cenit- hasta que se ponía detrás de las montañas. Sentirme bañada por su luz ejercía sobre mí un profundo efecto purificador y energizante, sin contar que me sentía transpuesta a otra dimensión, donde los astros habitan, fuera del tiempo, de la luz y la oscuridad, en un ciclo perfecto, sin fallas, sin pérdidas pero pleno de renuevos y de una belleza que se recrea sin cesar. Entonces, me iba a la cama y dormía durante las pocas horas que le restaban a la noche.
En esta ciudad en la que ahora vivo, en cambio, estuve mucho tiempo sin ver la luna. Sentía su ausencia, la falta de su compañía, de su luz, de su purificación y de su poder regenerador. Recuerdo que una amiga solía llamarme por teléfono y me decía: salí a la calle y mirá la luna!!!! No sabés qué luna hay esta noche!!!!
Muchas veces, aún en invierno, en mi ciudad, en mi casa, me despertaba sorpresivamente y sentía un impulso muy fuerte de ir al piso superior. Corría las cortinas del inmenso ventanal y me inundaba el resplandor lunar, blanco y brillante. Me quedaba ahí, quieta, y oraba, pedía que ese llamado no fuera en vano y que todo mi ser sintiera la honda renovación que procedía de ese esplendor del universo.
Ahora tengo una ventana por la que suelo verla pasar. Quisiera irme tras ella, prendida de su estela, sumergida en su poderoso brillo... Es muy poco el tiempo durante el que puedo verla, y es pequeño el espacio del cielo que se perfila detrás del hueco. La saludo, la admiro, la celebro, y le ruego que no me olvide, que siempre necesito de su fulgor.
Tal vez, algún día, Dios me otorgue el favor de poder volver a encontrarme con la luna en esos momentos de plenitud y de gracia.

Los sueños


¿Será verdad que, finalmente, hemos perdido la capacidad de soñar? A mí me enseñaron que sólo quien tiene la capacidad de soñar puede trasponer las fronteras de un mundo que nos sujeta, nos quiere hacer esclavos de la nada, del consumo, del materialismo. Esos horrores no pueden entrar al mundo de los sueños. Porque éste es el mundo del espíritu; sí, claro, espíritu unido al cuerpo, al nuestro. Mundo del que proviene la vida abundante y generosa, no esta mezquindad de circo y color que quiere entreternos en el camino hacia la felicidad. La razón pura, la razón formal y abstracta, sólo acepta la realidad que se puede capturar con los sentidos, sujetar al tiempo y medir con sofisticados aparatos, examinar desde los principios de la física cuántica y resumir en la síntesis evolutiva de lo pasajero. Pero eso es absurdo. Los sueños existen, el mundo espiritual reclama su unión con el mundo temporal para llevarlo hacia arriba, hacia donde anidan los sueños. Para que podamos transformar la "realidad". Porque, como ya se ha dicho: "toda la belleza de la realidad empezó siendo un hermoso sueño".
¡No te olvides de soñar! Porque tus sueños de hoy serán tu realidad de mañana.


27 febrero 2006

El aromo de mi ventana

Cuando tenía 11 años, mi mamá decidió comprar ese aromo que hacía largo tiempo tenía pensado plantar en algún lugar de las cercanías de nuestra casa. Papá decía que los aromos son árboles de troncos finos y raíces poco profundas por lo que, cuando crecen, la copa es muy frondosa y pueden caerse fácilmente. Por lo tanto –le decía- no lo plantes cerca de la casa o un día se nos caerá encima.
Para mi mamá, las objeciones de papá eran estimulantes, desafiantes. La cuestión de los árboles decorativos, los frutales y el jardín propiamente dicho –césped, plantas y flores- era uno de los temas sobre los que se producían las mayores discrepancias entre ellos. Mi hermana y yo los escuchábamos mientras debatían acerca de asuntos referidos a este gran tema, mirándolos a uno y a otro sin perdernos detalles; gestos, ademanes, palabras, énfasis y entonaciones, convertían el momento en una deliciosa pieza teatral digna de un gran premio internacional. Premio a la obra literaria y premio a los mejores actores. El encanto residía en el histrionismo de ambos, porque no “actuaban” teatralmente sino que “se expresaban” enfáticamente; decían lo que pensaban o sentían y cada uno defendía sus razones con ardor y pasión. ¿Cómo terminaban estas cuestiones? Bueno, alguno de los dos tenía algo urgente que hacer, así que acordaban continuar en otro momento. Tregua que apaciguaba los ánimos y permitía otro tipo de intercambios –supongo que más convincentes y tiernos- de manera que se concedían algunas autorizaciones recíprocas, aunque bastante restringidas por cierto, y sin que se desnaturalizaran los respectivos sectores. Es decir, bajo los cerezos no se plantaban pensamientos y entre los tulipanes no se plantaba un almendro.
Es que, para que la sangre no llegara al río, habían convenido una distribución de jurisdicciones territoriales bastante razonable. A mamá le correspondía la soberanía sobre el jardín del frente de la casa y el del costado contiguo a la entrada de los automóviles, y papá era dueño y señor del lateral opuesto (3 veces más ancho que el de mamá) y la parte posterior de la casa, que no por ser posterior era menos importante, pues allí se encontraban instalaciones vitales como las destinadas a la provisión del agua, máquinas varias, comandos y tecnología de diversa índole.
No obstante, la división jurisdiccional no acabó con los conflictos: mamá solía ingresar al predio de papá y viceversa. En realidad, no se llegaba a materializar la pretendida incursión, solamente se iniciaban las tratativas. Y ahí estábamos otra vez mi hermana y yo, oyéndolos atentamente y mirándolos sucesiva y alternadamente. Ambas hemos coincidido en que podemos escribir un libro sobre estas recíprocas interpelaciones, demarcaciones de límites e incursiones perpetuas sobre territorios ajenos. Situación que se extendía –como dije al comienzo- no ya sobre las invasiones geográficas, sino sobre las especies que cada uno había resuelto plantar en su propio terreno.
Así, mamá reiteró incansablemente que papá debería plantar un nogal y un almendro, a lo que papá respondía con igual perseverancia que se trata de árboles cuyos frutos demoran 10 años en producirse y él –que rondaba los 50 años- no podría comer las nueces ni las almendras; para ese tiempo -decía- seguramente habría muerto. Mamá replicaba que era un argumento absurdo, pues él no podía saber cuándo moriría y que los 60 años encontrarían pelando nueces y almendras para toda la familia.
A la vez, mamá mencionó que quería plantar un laurel, con lo que recrudeció la polémica pues, al fin y al cabo, un laurel también demora muchos años en convertirse en árbol. A mi madre no le importó nunca el tiempo, ni contaba los años ni recordaba su edad, por lo que insistió en plantar el laurel. Más aún, consideró que el mejor lugar para que prosperara sin correr los peligros de las heladas y las bajas temperaturas, era un punto exacto... ubicado en “área extranjera”. Con una amplia sonrisa, papá admitió que no tendría problemas en concederle la autorización si lograba encontrar un laurel del que obtener el retoño (cosa casi imposible en la región donde vivíamos). Un par de años más tarde “esta mujer” encontró la planta que buscaba; además, tenía un retoño que apenas sobresalía por entre las ramas. Se trataba de un árbol que no había sido podado para tener copa, por lo que las ramas surgían directamente del suelo, formando una especie de abanico. Se hallaba en el parque del hotel donde ese año pasamos nuestras vacaciones de verano, junto al mar.
- Ay, Dios mío, qué mujer tan terca – decía papá- va a llevarse un retoño a mil kilómetros de su origen, a una
región árida; ¡estas tres hojas no llegarán vivas a nuestra casa, luego de 20 horas de viaje!
- Ya lo verás, ya verás qué hermoso va a ser nuestro laurel –decía mi madre- y me miraba a mí, único testigo de tan magnífica hazaña.
Ya en casa, el laurel fue plantado exactamente en el lugar elegido por mi tenaz madre y se fue convirtiendo en una planta idéntica de aquella de la que había brotado. Muchos años más tarde, cuando yo tuve que salir de aquel territorio hacia tierras lejanas, lo primero que les pedí a mis padres fue un retoño de nuestro laurel. Sin ponerse de acuerdo, coincidieron en seleccionar uno de tres hojas y aquí lo tengo –plantado en una maceta- creciendo como un fino tallo esbelto y arrogante, en el que las hojas han recuperado el brillante color oliváceo que tenía su ancestro marino.
Por su parte, papá, finalmente, se resolvió a plantar el nogal y el almendro; pero para no ser menos, no plantó uno sino tres de cada uno, de los que hoy cosecha frutos sabrosos. Antes era él quien se trepaba a buscarlos, ahora son sus nietos lo que hacen la escalada pues -con sus 86 años- “tiene más respeto a las alturas”.
Y mamá plantó el aromo frente a la ventana de mi habitación, aunque a la distancia que estableció mi padre con fines preventivos; es decir, “para que cuando el aromo se derrumbara no destruyera la casa”.
Como dije al principio, yo tenía entonces 11 años y, como si fuera un milagro –tal vez por todas las historias que lo envolvían- lo vi crecer, echar aquellas hojas alargadas y grisáceas que lo asemejaban a las arabias -árboles que son la imagen de mi tierna infancia- cuyo aroma, tan intenso en verano, había engendrado la leyenda de que muchas personas enloquecían en la siesta, por efecto de la intensidad de aquel perfume tan extraño. Se le formó una copa semicircular cuyos contornos parecían diseñados por un compás geométrico.
Y las flores.... éste es el asunto que más me apasionó de mi aromo.
En pleno invierno, muy temprano, poco después de la salida del sol, yo saltaba de mi cama y me asomaba por la ventana de mi cuarto a contemplar las flores del aromo. Eras redondas, de aspecto esponjoso, de color “amarillo patito” y formaban ramilletes cuyo peso hacía descender las ramas de un modo particular. Las puntas de las hojas terminales, en torno a las cuales se formaban los racimos amarillos, se inclinaban de una manera que yo consideraba “expresiva”; algunas parecían piadosamente reverentes, otras, agobiadas, pero –la mayoría- se entrelazaban una con otra a la altura de las flores y, juntas, inclinaban sus ápices hacia el suelo como dos enamorados vencidos, arrobados.
Ese aromo fue mi amigo, mi compañero, mi consuelo y mi inspiración hasta que me adentré en el corazón de la adolescencia. Lo miraba siempre desde adentro de mi cuarto, nunca desde afuera. Porque era “el árbol de mi ventana”, para eso lo había plantado mi madre. Era el único aromo y cubría exactamente el espacio visual de mi ventana; filtraba el sol ardiente de la tarde y su sombra refrescaba mi habitación en verano; por la mañana, desde el otoño, podía verlo cubierto de rocío y, cuando comenzaba a dar sus flores en pleno invierno, era quien me mostraba, año tras año, que aún en medio de la escarcha y de la nieve la vida puede florecer. Ese don exclusivo que me había sido otorgado por mis padres hizo que, inconscientemente, yo me integrara tanto a él que durante todos esos años fue quedando dentro de mí todo lo que él me suscitaba, me fui pareciendo a él, fui inclinando mi ser que florecía ante las ternuras del amor, persistí en el empeño de crecer como él en una tierra árida y ser, de alguna manera también yo, una planta única que se afirmaba en un terreno extraño y árido; ambos teníamos la misma edad, habíamos sido puestos allí –uno junto al otro- en la misma época, fuimos creciendo paralelamente y ambos habíamos irrumpido en la adolescencia hasta llegar a sus profundidades -a veces floridas y a veces grises y sin brillo-.
Tenía yo 17 años cuando un día de agosto, mientras mi aromo estaba rendido bajo el peso de sus ramilletes dorados, sopló el viento típico de aquella comarca. Más que un viento, era una borrasca de hojas y cortezas secas, tierra, remolinos y ventoleras cuyas ráfagas alcanzaban grandes velocidades. Desclavaba techos, extirpaba tejas, desgajaba enormes ramas de las antiguas arboledas, secaba el ambiente hasta que el porcentaje de la humedad llegaba a cero, derribaba los postes y tiraba por el suelo los cables de la electricidad y el teléfono, introducía arena y tierra por las ínfimas rendijas de la casa y nos dejaba en un estado de aturdimiento atroz. Las recomendaciones de la defensa civil era no salir de casa, no mandar los niños al colegio, no conducir automóviles, en fin, ponerse a resguardo provistos de una lámpara que no fuera eléctrica y humedecer el ambiente con vapor de agua, beber mucho líquido y cuidar delicadamente a los ancianos y a los niños.
Ese viento arrancó mi aromo. Lo derribó y lo dejó con sus raíces expuestas, con la brutalidad de un acto violentamente obsceno. Sopló furiosamente durante todo el día y toda la noche, así que sus hojas se fueron secando y sus flores se desintegraron y esparcieron en miles de partículas que la borrasca se llevó consigo.
Papá y mamá guardaron un solemne silencio ante aquellos dos adolescentes agraviados: el aromo y yo. Respetuosos, retiraron el cadáver de uno y trataron de dulcificar la herida que esa muerte había abierto junto a las heridas que, desde pequeña, me habían inflingido otras muertes –seres queridos como el aromo, pero de naturaleza humana-. Nunca me dijeron qué hicieron con él ni yo les pregunté.
Mi ventana quedó desolada. Más allá, se veía la arboleda joven que susurraba con la brisa del amanecer. A los costados, los cerezos y manzanos iniciaron la floración en septiembre. Nunca más hemos puesto otra planta en ese sitio que ocupó mi aromo. Tampoco he visto nunca más otro de esa especie tan particular y, evidentemente, rara. Así, vacío y desolado, quedó un espacio de mi ser, un tiempo de mi adolescencia que se quebró abruptamente, justo en el lugar del que las raíces fueron arrebatas por la fiereza del vendaval. Me busqué otra ventana, una del comedor desde la que veía un almendro en flor. Pocos meses más tarde, en septiembre –exactamente el 12 de septiembre- cayó la última nevada; pasé casi todo el día observando cómo el almendro se ennegrecía con la humedad de la nieve derretida y sus ramas se bordeaban de una fina línea blanca, formada con los copos que se iban acumulando en ellas. Las flores blancas se apretaban en racimos. Esa tarde partió de mi vida otro ser querido, esta vez era un joven, no un joven árbol sino un joven muchacho que había sido mi compañero desde la niñez. También habíamos florecido en la adolescencia, en tiempo de invierno, y los ápices de nuestras ramas se envolvieron y enlazaron, inclinándose reverentes, hacia nuestros corazones. Entre las dos partidas, separadas por poco más de un año, terminó mi adolescencia.
Abruptamente. Desgajando una parte de mí, la más pura, la más tierna, la más bella.
Dicen que los animales y las plantas, cuando mueren, no van al cielo; que sólo van allí las personas. Sin embargo, yo no pienso así. Estoy convencida que un día allí encontraré a mi aromo y a aquel joven que también fue arrebatado de mi vida por un torbellino, de otra especie pero igual de furibundo que el que extirpó mi árbol.

La autoría del texto están amparados por la tutela de los derechos del autor.

La pintura es Aromos, de Olga Schlie de Andrade


26 febrero 2006

La Reina


Revolviendo recuerdos encontré un libro de Pablo Neruda que me regaló un amigo sólo porque contenía este poema. Y exactamente eso decía la dedicatoria.

Aquel día me esperaba en la puerta de un restaurante donde íbamos a tomar algo fresco. Me vio venir a lo lejos, mientras yo caminaba por la acera en dirección adonde él estaba. Yo exhibía una alegre sonrisa sin ningún disimulo -aunque iba sola-. Al llegar junto a él me dijo: Vos siempre igual, caminando sola por la calle, muerta de la risa !!! Le respondí que no era verdad que siempre voy así; bueno, siempre no, sólo cada vez que algo te causa gracia, vos no tenés ningún problema en reírte cuando salís de ese encierro en el que te empeñás en permanecer. En fin, se quedó un instante mirándome a los ojos y soltó: A vos te ha pasado algo, porque tus ojos tienen ese brillo de picardía que te da cuando anduviste haciendo algo, dale, contame qué te ocurrió.

Sí, sí, es que hoy salí desanimada, además estaba fastidiada porque no me gusta como me sienta este trajecito. Me paré en la calle, como acostumbro hacer para detener un taxi, y levanté la mano haciéndole señas a los que venían desde la esquina. Uno se detuvo y el conductor, sin bajarse, me abrió la puerta diciéndome, suba, suba, no se quede ahí parada por favor. Cuando me senté y cerré la puerta me miró detenidamente y me preguntó: Dígame, ¿siempre va usted por ahí, resplandeciendo como si fuera el sol que ha bajado y está recorriendo la ciudad? Ya sabés que yo le presto atención a las cosas que me dicen imprevistamente porque pienso que son palabras que me vienen de "lo Alto", de arriba, para expresarme las cosas bien claritas. Porque soy de las que guardan dudas sobre si será o no será verdad lo que siento en mi interior ¿o no?. Ante un mensaje tan preciso, comencé a reírme a carcajadas y entre respiro y respiro le pregunté por qué decía eso. Porque es verdad, así la he visto, desplegando al viento ese chal celeste que lleva puesto, y con ese traje de color del cielo... su cara me pareció un sol, toda usted resplandecía. Me quedé pensando y como acabo de bajarme del coche, seguí sonriendo.

Esos días yo estaba apocada y muy triste. Una de mis amigas hizo correr la voz de que no estaba bien de ánimo y que eso me estaba afectando la salud. De inmediato, este viejo y querido amigo me invitó a tomar algo por ahí. Una vez que estuvimos adentro del restaurante, sentados cómodamente, me entregó un paquete cubierto de un lindo papel de regalo. Rasgué el envoltorio, era una antología de Pablo Neruda. Comencé a hojearlo; mientras, él puso los ojos como los de una paloma herida y empezó a recitar este poema, despaciosamente, -previa aclaración que debía oír atentamente la orquesta que allá lejos tocaba, imaginariamente, el Allegro del 2º Concierto de Branderburgo, de Bach-:

Yo te he nombrado reina.

Hay más altas que tú, más altas.
Hay más puras que tú, más puras.
Hay más bellas que tú, más bellas.
Pero tú eres la reina.
Cuando vas por las calles
nadie te reconoce.
Nadie ve tu corona de cristal,
nadie mira la alfombra de oro rojo
que pisas donde pasas,
la alfombra que no existe.
...................................................

En ese momento no pude reírme. Se me saltaron las lágrimas. Luego sí, mientras corrían rostro abajo, sonreí; él me apretó una mano y llamándome por el nombre que me decía cuando éramos poco menos que pequeños, me susurró: Arriba el ánimo, aún estamos vivos, no tengas más pena, ¿si? Las penas y las lágrimas son amargas, caen mal al estómago ¡Acordate lo que te dijo el taxista! , le respondí y, como lo hace habitualmente, me ofreció sus oídos y su afecto: Si querés, podés contarme; si no querés, te voy a recitar otros poemas de amor, que no están en esa compilación, para que te sigás riendo, vos sabés que tus amigos somos capaces de hacer cualquier cosa por verte sonreír. Entonces, le conté la causa de mi pena.

Abrazo de despedida


Se fue corriendo, bajo la lluvia, no tuvimos tiempo de saludarnos como cuando nos vimos aquel año: un fuerte abrazo dado mutuamente entre dos personas que se quieren mucho. Recuerdo que mientras nos acercábamos, frente a las miradas culpables de todos aquellos que nos habían separado 20 años atrás, íbamos uno hacia el otro con los brazos abiertos. No importaba que nos miraran, en ese momento no nos perdíamos de vista uno al otro hasta que nos ceñimos fuerte, tierna, quedamente. Nos separamos tomados de las manos y, mirándonos, con aquella sonrisa que se había mantenido viva en el corazón de ambos, como si fuera 20 años atrás, nos dijimos qué alegría verte, cuánto tiempo ha pasado. Yo le dije: iba a ir yo antes a New York que vos a esta ciudad, en este continente. Sí, pero ya ves, he venido antes de que tú fueras. Ninguno de los presentes pronunció palabra; todos comprobaron que la separación que nos habían impuesto hacía dos décadas no había servido de nada. Se había borrado.

La muerte lo sorprendió tres días más tarde, sin que pudiera decirle adiós más que agitando un brazo sobre mi cabeza. Un accidente le puso fin al tiempo que nos habría correspondido.

Pasaron los días de mi largo duelo. Al cabo de unos años, no muchos, la soledad se adueñó de mi campo de batalla. Cada día lo extrañaba más. Una de las veces que lo vi en mis sueños, vino hacia donde yo estaba, con su sonrisa tierna, sus ojos transparentes y elocuentes de amor. Fue desplegando sus brazos a medida que se acercaba a mí y nos enlazamos en ese signo de unión que nos había quedado pendiente. Permanecimos quietos, yo incliné mi cabeza hacia su hombro, él apoyó su mejilla sobre mi cabello. ¡Cuántas cosas nos dijimos en aquel momento! A pesar de lo que puede creerse, no quedaban cuentas por saldar, años penosos y solitarios, nada, nada, sólo aquel contacto de corazón a corazón, de caricia hecha gesto, de espera interminable convertida en un leve suspiro. Luego me tomó de la mano y me llevó a recorrer un hermoso jardín que precedía a un bosque luminoso y colorido. Nos miramos con ternura, directamente al fondo del alma, sonreímos y, sin hablar, nos soltamos y nos despedimos. Se internó en el jardín y siguió camino al bosque, yo di la vuelta y empecé a desandar mi pasos hacia... hacia el tiempo, hacia el mundo, este lugar en el que todavía habito.


Llevarse el fuego


Se cuenta que le preguntaron una vez a un sabio (¿o a un santo?) qué se llevaría consigo, si en una noche de invierno se le incendiara la casa, y tuviera el tiempo justo, y la oportunidad para llevarse nada más que una cosa. Sólo una y exclusivamente una cosa.
Dicen que respondió que en ese caso se esforzaría por llevarse el fuego.
Pienso que era un sabio. Si al morir me puedo llevar sólo una cosa de todo lo que ahora tengo, claramente deseo llevarme la vida.
La estupidez está en amontonar cosas y bienes para poner en ellos la seguridad. Como si uno fuera eterno, o como si este lugar fuera el definitivo. Cuando te pidan la vida: ¿pensaste en quién será el que aprovechará lo que vos dejaste amontonado?
Aunque los quieras mucho: ¿será un bien dejarles tantas cosas para utilizar, sin que les haya costado nada adquirirlas?
Y si no los querés, ni ellos te quieren: ¿no se alegrarán con tu muerte, considerándola una suerte para ellos?


Párrafo extraído de Peregrinos del Espíritu de Mamerto Menapace, Ed. Patria Grande.


Por qué poesías


Cada vez que publico aquí una poesía sin ningún comentario personal y sin decir por qué la he puesto, pienso que algunos lectores se preguntarán por qué lo hago, por qué elegí esa y no otra y por qué siendo un blog de narraciones -sobre todo de historias personales- transcribo poesías ajenas.
Por eso, hoy deseo transmitirles el por qué.
Dicen que los escritores tienen como misión expresar la realidad de su mundo y de su gente. Octavio Paz agrega que el escritor, más que expresarla, explora su realidad, la suya propia y la de su tiempo. El escritor dice, literalmente, lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir.De ahí que las grandes obras literarias es destructora y creadora pues tiene un gran poder de reconciliación con la terrible realidad humana. La gran literatura es generosa, cicatriza todas las heridas, cura todas las llagas y aun en los momentos más negros dice sí a la vida.
Pero hay más, según Octavio Paz. Explorar la realidad humana, revelarla y reconciliarnos con nuestra vida terrestre, sólo es la mitad de la tarea del escritor: el poeta y el novelista son inventores, creadores de realidades. El poema, el cuento, la novela, la tragedia y la comedia son, en el sentido propio de la palabra, fábulas: historias maravillosas en las que lo real y lo irreal se enlazan y se confunden. Son invenciones literarias que nublan o disipan las fronteras en las que lo real y lo irreal se enlazan y confunden. El escritor destila irrealidad en lo real, realidad en lo irreal. Aun en lo más brutal, hay siempre una veta de fantasía.
Cuando transcribo poesías tristes, es porque estoy triste y necesito expresar mi pena, porque soy incapaz de decir mi pena, eso es indecible para mí. Pero, a la vez, necesito reconciliarme con mi realidad humana, cicatrizar las heridas que provocan mi tristeza, curar mis llagas, decirle sí a la vida.
Inventar mi realidad en el límite con la fantasía, tratar de construir mi propia historia, en la que haya una veta de fantasía. Una veta de esperanza, algo que me convenza de que puedo vivir una historia mejor.
Esa es la razón por la que copio poesías en un blog que no está específicamente dedicado a publicarlas.
Saludos para quienes se detienen aquí, tal vez puedan encontrar esa historia que entrelaza la realidad y las maravillas de lo irreal, reconciliarse consigo mismos y con su propio mundo, curar sus llagas, decirle sí a la vida..


Flores que pueden llegar a ser miel

Las flores del romero,
niña Isabel,
hoy son flores azules,
mañana serán miel

Celosa estás, la niña,
celosa estás de aquel
dichoso, pues le buscas,
ciego, pues no te ve.

Ingrato, pues te enoja,
y confiado, pues
no se disculpa hoy
de lo que hizo ayer.

Enjuguen esperanzas
lo que lloras por él,
que celos entre aquellos
que se han querido bien,

hoy son flores azules,

mañana serán miel.

Aurora de ti misma,
que cuando a amanecer

a tu placer empiezas,
te eclipsan tu placer,

serénense tus ojos,
y más perlas no des,
porque al Sol le está mal
lo que a la Aurora bien.

Desata como nieblas
todo lo que no ves,
que sospechas de amantes
y querellas después,

hoy son flores azules
mañana serán miel.


Luis de Góngora y Agote


Hoy yo te invoco, laurel

Cuando el laurel que mi madre plantó en las tierras sujetas a la jurisdicción de mi padre, en aquel lugar tan cuidadosamente escogido, tal vez ninguno de nosotros vaticinó que se haría tan grande y viviría tantos años. Actualmente está ahí, emergiendo todo entero desde el ras de la tierra, echando vástagos en todo su entorno y aún en el centro. Libre de poda, ha crecido con la belleza espontánea de su especie. Amparado del fuerte sol de la tarde por la sombra de la alameda que cubre sus espaldas, recibe sus rayos desde la aurora. Increíblemente, desde ese sitio, absorbe las primeras luces del alba tanto en invierno como en verano. Dicen que en el amanecer la energía solar es mayor que en los demás momentos del día, aunque no se sabe de dónde proviene, sólo que debió suministrarse de alguna parte.
Como el poeta, yo te invoco hoy, laurel de mi suelo, laurel de mi casa. Crecí como testigo de tu evolución, te vi caer bajo el peso grisáceo de la tierra árida que se acumulaba en tus hojas y flores durante los meses de sequía, reverdecer con el agua asperjada por las tormentas de los veranos, embeber tus hojas resecas con las gotas del rocío, irguiéndote año tras año como signo de la fuerza primordial con que la vida se abre paso desde el fondo de mi corazón.
Hoy invoco tu silencio y tu sabiduría, tu persistencia y coraje, tu solemnidad ante los que mueren en invierno o los que caen en el otoño de sus vidas. Si ya sabes que es inútil el llorar del poeta también sabrás que el manantial de la existencia suele cambiar sus aguas dulces en amargas vertientes de saladas lágrimas; ambas, aunque inútiles, son irremediables.
Por eso ahora invoco la energía misteriosa que te dejaron las auroras. Sólo podré seguir viviendo si me atraes hasta tu centro, donde has acumulado los amaneceres y los ocasos, y me hundes junto a tus raíces hasta la sagrada matriz de la tierra. Tal vez desde allí pueda renacer antes que se extinga mi último destello, antes que mi última chispa se apague.


Invocación al laurel


Por el horizonte confuso y doliente
venía la noche preñada de estrellas.
Yo, como el barbudo mago de los cuentos,
sabía el lenguaje de flores y piedras.

Aprendí secretos de melancolía,
dichos por cipreses, ortigas y yedras;
supe del ensueño por boca del nardo,
canté con los lirios canciones serenas.

En el bosque antiguo, lleno de negrura,
todos me mostraban sus almas cual eran:
el pinar, borracho de aroma y sonido;
los olivos viejos, cargados de ciencia;
los álamos muertos, nidales de hormigas;
el musgo, nevado de blancas violetas.

Todo hablaba dulce a mi corazón
temblando en los hilos de sonora seda
con que el agua envuelve las cosas paradas
como telaraña de armonía eterna.

Las rosas estaban soñando en la lira,
tejen las encinas oros de leyendas,
y entre la tristeza viril de los robles
dicen los enebros temores de aldea.

Yo comprendo toda la pasión del bosque:
ritmo de la hoja, ritmo de la estrella.
Mas decidme, ¡oh cedros!, si mi corazón
dormirá en los brazos de la luz perfecta.

Conozco la lira que presientes, rosa:
formé su cordaje con mi vida muerta.
¡Dime en qué remanso podré abandonarla
como se abandonan las pasiones viejas!

¡Conozco el misterio que cantas, ciprés;
soy hermano tuyo en noche y en pena;
tenemos la entraña cuajada de nidos,
tú de ruiseñores y yo de tristezas!

¡Conozco tu encanto sin fin, padre olivo,
al darnos la sangre que extraes de la Tierra,
como tú, yo extraigo con mi sentimiento
el óleo bendito que tiene la idea!

Todos me abrumáis con vuestras canciones;
yo sólo os pregunto por la mía incierta;
ninguno queréis sofocar las ansias
de este fuego casto que el pecho me quema.

¡Oh laurel divino, de alma inaccesible,
siempre silencioso, lleno de nobleza!
¡Vierte en mis oídos tu historia divina,
tu sabiduría profunda y sincera!

¡Árbol que produces frutos de silencio,
maestro de besos y mago de orquestas,
formado del cuerpo rosado de Dafne
con savia potente de Apolo en tus venas!

¡Oh gran sacerdote del saber antiguo!
¡Oh mudo solemne cerrado a las quejas!
Todos tus hermanos del bosque me hablan;
¡sólo tú, severo, mi canción desprecias!

Acaso, ¡oh maestro del ritmo!, medites
lo inútil del triste llorar del poeta.
Acaso tus hojas, manchadas de luna,
pierdan la ilusión de la primavera.

La dulzura tenue del anochecer,
cual negro rocío, tapizó la senda,
teniendo de inmenso dosel a la noche,
que venía grave, preñada de estrellas.

Autor: Federico García Lorca



25 febrero 2006

Bienvenidos


En este monte no sólo hay encinas, también lo pueblan otros árboles y arbustos grandes y pequeños, cuyo follaje matiza el conjunto con la riqueza plural de texturas, colores, formas, aromas y habitantes. Sí, porque los árboles como los bosques son hogares que acogen la inmensa multiplicidad de seres que nacen, crecen, viven y mueren en su regazo. En él se extienden tapices de suaves pastos o ásperos abrojales. El cielo es su horizonte, emergiendo entre las copas, un horizonte que no se ve a lo lejos, frente a la mirada humana, sino más allá de lo alto.
Los saluda con afecto,
La pequeña encina.